Eran aún, en mi
tiempo, el Roba el-Khaliyeh, o "Espacio vital" de los antiguos, y el
Dahna, o "Desierto Escarlata”. Todos aquellos que aseguraban haber
penetrado en sus regiones mentían. Todos aquellos que aseguraban haber
regresado de sus regiones mentían. Así es como las costumbres de mi pueblo (el
cual no es reconocido por lo acertado de sus creencias, sino por sus
conocimientos en geomorfología) me enseñaron a desconfiar de viejos rumores
sobre el antiguo desierto. Eran aún sendas regiones cuando conocí a aquel que
se decía vagabundo y que erraba por el mundo en busca de misterios impensados
(bastardo hijo de las tinieblas, le llamaría yo mas tarde). Era poseedor de un
habla carismática, además de raídos ropajes que dejaban entrever poco más que sus
ojos. Pero era su habla -¡oh, cincel con el que no solo los cielos han sido
creados!- lo que espantaba al tiempo que seducía. Y sobre todo esto último, por
ser su palabra, por suya, verdad. Bastaba que dijera él “locura”, bastaba que
dijera él “profundidad”, para que mi conciencia se sumiera en el insondable
océano de las ignominias jamás pensadas del alma humana. Pero esto fue una vez
y no más: A pesar de esto, hablaba poco y sus respuestas eran breves.
Llevábamos poco de hablar, cuando dijo que regresaba del desierto: el Roba
el-Khaliyeh, y solo pude no creerle. Me burlé de el, me reí frente a su cara.
Lo que dijo entonces, aún no lo puedo reproducir. Y tal lo dijo, que las
palabras se dibujaron en el aire, de oro, ya alcanzando aquella fluorescente
sombra mis ojos, ya bañando las arenas del desierto, ya elevando las aguas que,
como un pilar gigantesco, ahora se erguían alrededor del continente, rozando la
bóveda carmesí. Fue entonces que volvió a hablar aquel, que se decía ahora un
demonio y que en su mirada aún guardaba la sangre de las entrañas de la misma
tierra, abismo inexplorado, y que con su voz, como si fuera la de Dios mismo,
nos elevó por los aires (o eso es lo que mí aturdida alma recuerda). A lo que
mis ojos veían, supe, nadie daría crédito: de punta a punta, el Roba
el-Khaliyeh se extendía bajo mis pies, y pocos horrores vi, que así pudieran
llamarse, ante la inconmensurable atrocidad que el demonio allí me hizo
presenciar. Lo que luego ocurrió, el poder de las más antiguas divinidades no
lo hubiera podido concebir: Un estruendo y, partiendo de las remotas ruinas de
una ciudad que nunca nadie pudo conocer, el desierto comenzó a tragarse a sí
mismo, con sus arenas que se abrían paso en el abismo como en un reloj, de
tiempo que lo consume todo. Rápidamente, el abismo se hacia mas y mas grande.
Pronto, consigo, se llevó su recuerdo y yo era el único que parecía haberlo
visto cuando todo terminó. Ahora que nadie cree en aquel desierto con el que me
dicen obsesionado, no me queda mas que vagar por el mundo, en busca de aquel
desierto, sin alguien que pueda creer lo que atestiguo, buscando todo aquello
de lo que el Demonio de la Fatalidad me había desposeído. Pero fue aún más allá
la audacia del demonio, y solo me dejo mi alma, para que lamentara todo aquello
que ahora son despojos.
J. L. M.Originalmente publicado en: http://axxon.com.ar/rev/2010/03/ficcion-breve-cincuenta-y-seis-varios-autores/